19 noviembre 2024
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Otras lagunas de Sevilla, además del paseo público más antiguo del mundo

Inundación de la Alameda en 1892, pintura de Manuel García Rodríguez.
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Virginia López. No piensen que, bajo este sugestivo título, vayamos a hablar de los olvidos de la ciudad a sus hijos próceres. No solo daría para un libro sino que esas “lagunas en la memoria” abarcarían tanto lo institucional como lo social.

Somos conscientes de que laguna suena muy idílico, a picnic de telefilme americano, pero así se llamaron esas balsas de agua estancada que permanecieron durante siglos en la ciudad. Aunque la que hubo en la Alameda se lleva la fama, fueron cuatro y vamos a conocer brevemente cada una de ellas.

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Sevilla en el siglo XVI.

Para entender por qué existieron o más bien, el porqué de la dejadez de su pervivencia junto a la tardía determinación a erradicarlas, hay que entender cómo se perfiló el perímetro urbano de Sevilla a lo largo de la Historia, en referencia al trazado de sus murallas, del río Guadalquivir y sus afluentes y de sus huertas.

Un brazo del río giraba a la altura de la Barqueta y penetraba hasta el corazón del casco histórico. Era un río muy capillita que nos hacía el recorrido de las hermandades que entran por Trajano.

El mapa de Manuel Spínola de 1827 refleja la periferia sevillana.

Atravesaba lo que es la Campana, recorría Sierpes – hay quien ve en ese recorrido sinuoso el origen del nombre de la calle pero yo la calle la veo bastante rectilínea. Por eso siempre prefiero la Leyenda de la Sierpes come-niños descubierta por el preso de la Cárcel Real – y a la altura de la antigua calle de la Mar – hoy García de Vinuesa – describía un perfecto meandro para buscar las arenas sevillanas y sanluqueñas.

Dicho brazo fue desviado en tiempos del Rey visigodo Leovigildo y la parte cercana al río quedó extramuros

Durante el período almorávide (1085-1144) se levantó la nueva muralla, luego acrecentada por los almohades. Se adoptó la estrategia de trazar un amplio perímetro más allá de la propia ciudad de tal manera que quedaron espacios vacíos entre la cerca y el caserío.

Así quedó inserto en el entramado intramuros ese espacio no urbanizado, de cota tan bajísima, que siempre quedaba inundado. Los otros espacios no fueron urbanizados hasta el siglo XVIII.

Mediada la siguiente centuria, quedaron tan colmatados y constreñidos que las autoridades, inmersas en la mal entendida modernidad y en aires revolucionarios que tildaban las murallas de reaccionarias por su pasado monárquico y medieval, no vieron otra vía que su derribo.

En la Alameda, la parte más alta que hoy es la calle Belén y alrededores, quedaba libre de las aguas pero la parte más hundida, la central, a la altura del Kiosko de los Leones, quedaba inundada.

La laguna era en realidad un gigantesco y pestilente charco sufrido por los vecinos. La población alamedeña, alejada del núcleo de poder y con ese estigma de la laguna junto con los peligros de inundaciones periódicas que no cesaban cual plaga eterna, era de extracción social baja, lo que explica la ausencia de casas palacio en la zona y la despreocupación de los poderes públicos.

El nombre que recibió fue el de Laguna de la Feria o de la Cañavería. Una zona permanente e inalterablemente inundada, incluso en verano y con sequía, foco de infecciones y enfermedades por las basuras acumuladas y la flora y la fauna que allí germinaban.

La zona de Miraflores también se inundó en 1961

Pero pese a que podría aislar las collaciones de Omnium Sanctorum y San Lorenzo, eso no ocurría dado que los sevillanos podían cruzar la laguna mediante alcantarillas que eran puentecillos elevadizos. Así hizo, por ejemplo, Doña María Coronel, cuando en su huida del acoso del Rey Pedro El Cruel, cruzó la laguna desde la casa familiar en las inmediaciones de la Ermita de San Blas – hoy calle Arrayán – hasta el Convento de Santa Clara donde se refugió.

El Asistente Conde de Barajas mandó drenar la zona, plantar álamos y colocar las columnas. Nace así la Alameda de Hércules en el año 1574: el paseo público más antiguo del mundo.

El Arenal recibe su nombre por las arenas, que no eran bucólicas extensiones a modo de playa, sino montículos; actuaban de barrera de ahí que no hubiera muralla, solo la coracha que unía la Torre del Oro al Alcázar.

En las inmediaciones del bullicioso puerto allí presente, también se concentraba un maloliente y permanente acuífero estancado, procedente de las lluvias y las inundaciones del cercano río, pero de menor extensión. Llamada Laguna de la Pajería. La actual calle Zaragoza conserva un rótulo que indica ese antiguo nombre. Lo de pajería viene por la venta de la paja que además se vendía en la Plaza de la Paja, hoy Ponce de León.

Alrededor de la misma se encontraba la mancebía. De ahí que se llamara indistintamente Laguna de la Mancebía, de la Pajería o de las Boticas, esto último por la guasa sevillana de que en las casuchas no estaba el remedio sino el foco de las enfermedades venéreas.

En el año 1772 empiezan las obras urbanísticas que erradicaron aguas y vicios, auspiciadas por el comerciante Manuel Prudencio Molviedro y alentadas por el Asistente Larumbe. Su sucesor el ilustrado Olavide por mucho entusiasmo que desplegó no puso empeño en la urbanización que no quedó del todo completa pero que cambió la zona, dotándola de su actual fisonomía.

Perdimos el Arquillo de Atocha, el recuerdo de los templarios y la muralla quedó atrapada en las casas, pero a cambio ganamos la Plaza de Molviedro con su capilla, hoy sede de la Hermandad de Jesús Despojado, y una señorial calle Castelar cuyo acerado par conserva las casas trazadas a cordel.

Hasta 1900 se mantuvo la Laguna de Cascagea – no confundir con el Cortijo Cascajera en Coria del Río – rebautizada como Laguna de los Patos. Se encontraba extramuros, en la zona agraria de Miraflores, lo que la hacía un poco más saludable que las referidas. Y es que aquí anidaban los ánades en sus rutas migratorias, de ahí su encantador nombre.

Ha querido el destino que su nombre quedara asociado al cercano barrio de Cisneo Alto. Una zona de la calle Almadén de la Plata y alrededores que se ha revitalizado con nuevas viviendas y que es tan antigua como la propia ciudad, aunque no lo parezca.

Por cierto es Císneo, palabra portuguesa que significa cisne o relativo al bello animal. En castellano no está registrado en la Rae pero se ha asimilado el concepto ornitológico.

Todo lo antiguo aquí ha desaparecido. El camino romano del arroyo Tagarete sería luego el camino de Miraflores, cuajado de huertas que acompañaban a los viajeros en sus idas y venidas a través de la Puerta del Sol. El derribo de las casas regionalistas y las fábricas que tanto trabajo dieron, supuso el canto del cisne del lugar.

Y por último nos vamos a La Buhaira. Una zona que parece nueva pese a que siempre estuvo “ahí” y que siempre se llamó “así” aunque sigue siendo un enigma para los sevillanos que Buhaira en su término árabe “bohaira” significa precisamente: laguna.

No es extraño que el Rey poeta Almutamid tuviera aquí un palacete como segunda residencia estival y se recreara en los estanques y las fértiles huertas que también dieron nombre – Huerta del Rey – al lugar y sus viviendas.

Estas lagunas constituyeron durante siglos piezas fundamentales del urbanismo hispalense y en el poco tiempo que han dejado de existir han pasado a formar parte de esas “lagunas de la memoria” con que la ciudad y sus habitantes se autoflagelan. En ocasiones.

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